El despertador parecía gritar debido al toque de una campana estridentemente aguda cada vez que mi abuelita tenía que prepararse para su rutinaria cita médica en el seguro social. Era imposible no despertarse con la bulla de esa alarma, si consideramos, que el astro rey aún no había tomado posesión de sus dominios en ese horario matutino. Pero eso no le importaba a mi abuela. Tenía una cola que hacer, un tiempo que esperar para ser atendida por los diferentes especialistas de la salud.
La preparación previa para salir al seguro social
Mi abuelita, después de algunos minutos de ese toque tan particular, salía corriendo básicamente arreglada, con su infaltable cartera negra, diciéndole a algún nieto que no había logrado retomar el sueño, que saldría rápido y en “silencio” porque tenía que sacar con urgencia su cita en el hospital.
Esas madrugadas eran una rutina que se repetía en periodos de tiempo regulares ya que, sacar cita en el seguro social, ir a sus consultas con el geriatra, el endocrinólogo, o ir a cobrar su pensión, eran actividades que mi abuelita cumplía rigurosamente.
Yo siempre la observaba y me preguntaba si para lo que iba a hacer era necesario el esfuerzo y el tremendo sacrificio de madrugar. El argumento que me daba era siempre el mismo y no me parecía convincente. Ella tenía que llegar temprano si es que quería conseguir cualquiera de esos objetivos mencionados…
Necesitamos tiempos libres como espacios de encuentro
Sin embargo, cuando tuve la oportunidad de acompañarla a alguna de estas actividades, descubrí que ella no era la única que consideraba esta actividad madrugadora necesaria y que hasta podría decir valiosa. Principalmente a los contemporáneos como ella, ya que parecía que estos “compromisos” les proporcionaban una experiencia agradable, en las cuales, ellos eran útiles, autónomos, activos y principalmente porque era una ocasión que se les presentaba para encontrarse entre ellos y con otros, ante la realidad de sentirse relegados en la cotidianidad de sus hogares.
Mi abuelita, cada vez que llegaba de estos quehaceres traía ricos temas de conversación que nos entretenía escuchar. El comentario de la enfermera, la artritis de la anciana que era peor que la de ella, el consejo que el médico le había dado para cuidar de la diabetes eran uno de los tantos asuntos que le permitían captar nuestra atención.
Las pantallas nos han quitado tiempos libres para la relación con los demás
Estos recuerdos vinieron a mi memoria hace algunos días cuando tuve que ir a una clínica para un “chequeo” de rutina. La sala de espera era amplia, con asientos cómodos, con televisores colgados en las paredes que nadie veía y en donde personas vestidas de forma actual, miraban con atención sus celulares.
Nadie levantaba la mirada, los celulares, cada uno más moderno que el otro, les proporcionaban una distracción que les permitía pasar los “angustiantes” minutos de espera. No saludé a nadie, y mucho menos conversé con alguien. Salí de aquel recinto de la misma forma que había entrado.
Las antiguas revistas gastadas por el uso que se encontraban en los consultorios ya no se encuentran en estos recintos. Que un paciente tenga que hacer una fila que dure más de dos minutos es casi un escándalo para cualquier establecimiento privado de salud. El “home office”, las aulas “on-line” y los “e-commerce” permiten que realicemos una serie de actividades sin salir de casa.
La tecnología puede ser un arma de doble filo
La comodidad al realizar nuestras actividades nos ha seducido a la mayoría, aunque a mi algunas veces, me deje un leve gusto a nostalgia, por no tener ocasiones nuevas para conocer personas, de descubrir corazones y anhelos, de entrar en la realidad diversa del mundo multicultural en el que vivimos, del contacto físico de un aprieto de manos, o de mirar cara a cara alguna nueva o hasta antigua amistad. Todo esto me hace pensar que mi leve sinsabor, probablemente hable del profundo anhelo de comunión que todos tenemos, porque al final de cuentas somos seres creados para el encuentro….
Autor: Martha Palma Melena