Al inicio de nuestra historia, una Mujer, curiosa y atrevida, estuvo a los pies de un Árbol —el así llamado “árbol del conocimiento del bien y del mal”— para alcanzar sabiduría y poder; al inicio de nuestra historia una Mujer quiso tomar del fruto prohibido y “ser como dios” —sin obedecer a Dios— (ver Gen 3,1-6).
Eva, la “madre de los vivientes” (ver Gen 3,20), había sido creada por el Padre Dios pura e inmaculada. Ella era su “obra preciosa”, su capolavoro. Había sido confiada a Adán, el primer hombre, para que éste la amara y se entregara a ella (ver Gen 2,20-25). Ambos habían sido llamados por Dios para que fueran nuestros progenitores, es decir, quienes nos deberían haber transmitido no solo la vida “natural-biológica”, sino ante todo la santidad y justicia originales, es decir, aquella paz y amistad con Dios primordiales (Gen 1,26-28).
La ruptura del pecado original
Sin embargo, en el centro del Jardín de la relación protegida, de este “paràdeisos” establecido por Dios Comunión de Amor, había también una Serpiente: Luzbel, un Ángel caído, rebelde y mentiroso desde el principio (ver Jn 8,44). Éste, habiendo mal usado su libertad angélica y movido por su satánica envidia y soberbia, “subió al leño” para poner a prueba a la Mujer, para hacerla desconfiar y desertar de Dios; para dañar a toda la Creación.
Todos nosotros conocemos el fin de este trágico dialogo: Eva, la Mujer, extendió sus manos para comer del fruto apetecible ofrecido con astucia y engaño por la Serpiente Antigua. Eva estaba pues junto al Árbol, mirando con extrema frescura, el fruto que le daría el supuesto “conocimiento-sabiduría”, el “poder” de decidir sobre su propia vida, más allá del bien y del mal. Y como si no bastase, ella le comparte al marido el fruto del pecado y de la desconfianza: el mal se propaga. Entonces, dice el texto Sagrado, «se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Gen 3,7), es decir, “sin nada”, vacíos por dentro, fríos y confundidos; desarmados.
Adán, quien también estuvo —aunque de lejos— a los pies de aquél maldito árbol del Edén, dónde estuvo colgada nuestra perdición, la Serpiente Antigua, no supo “acoger en su casa” a la Mujer. Adán no supo protegerla; no le transmitió de manera adecuada y prudente el Mandamiento que el Padre Dios le había indicado: «puedes comer de cualquier árbol del jardín, pero no comerás del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque el día que comieres de él morirás sin remedio» (Gen 2,16-17). Fue un grave pecado de omisión. En la hora de la prueba, Adán la dejó sola y desamparada. La ruptura con Dios Amor y sus consecuencias empezaron desde entonces a hacer parte de la vida humana (Gen 3,8-19).
Dios no nos abandona y nos sigue amando con fidelidad
En toda esta larga y dura historia de pecado y muerte, Dios se nos ha mostrado sumamente —divinamente— paciente. Con inenarrables sentimientos de misericordia y magnanimidad, el Padre nos prometió —no apenas constatado el pecado de nuestros primeros padres— una futura redención (ver Gen 3,15; Ap 12,17); una salvación reconciliadora que debería venir —¡y eso es lo impresionante!— también por medio de una Mujer, es decir, una “Nueva Eva” que, al contrario de la primera, nos hubiese transmitido no un fruto contaminado por el veneno de la Serpiente, sino el fruto bendito de su vientre: el mismo Hijo de Dios.
Si la primera Eva nos dio su fruto maldito dentro de un contexto paradisíaco, es decir, de santidad y justicia originales, por lo tanto sin dolores y sufrimientos, nuestra “Nueva Eva”, al contrario, nos lo daría de su fruto dentro de un contexto totalmente distinto; un contexto marcado por el pecado, por el dolor y el sufrimiento. El fruto bendito de su vientre puro e inmaculado, nuestro Señor Jesucristo, nos ha sido dado a través de la muerte, y de una muerte en Cruz, como nos lo recuerda el Apóstol San Pablo (ver Flp 2,6-11).
¡Éramos nosotros los que deberíamos tomar el puesto del Hijo de Dios en aquél Árbol maldito de la Cruz! ¡Éramos nosotros los que habíamos desobedecido y abandonado los mandamientos de Dios! y, sin embargo, quiso el Padre mostrarnos todo su amor, toda su misericordia, donándonos a su Único y Amado Hijo para que fuera Él quien nos “reemplazara”, asumiendo sobre sí nuestras culpas y dolores (ver Is 53,4-5). ¡No merecíamos tan grande amor! En efecto, «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,8).
El momento sublime de la Cruz
«Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26), le dijo Jesús a María. Por detrás de estas sencillas palabras de un hijo moribundo y crucificado dirigidas a su pobre y viuda madre, yace una tremenda profundidad histórica y teológica.
Quiso Dios que, en el momento oportuno, habiendo “llegado la hora”, una Mujer estuviera otra vez junto al Árbol del “conocimiento del bien y del mal”; Quiso Dios que, por medio de su ejemplar obediencia y disponibilidad de corazón, fuera esta Mujer, la Virgen María, quien no solo reparase el pecado de la antigua Eva, sino que además nos diera, por sus santas e inmaculadas manos, el fruto bendito que todos esperábamos: el Cuerpo y la Sangre de nuestro Reconciliador; ¡la Santa Eucaristía!
Y a diferencia del antiguo Adán, nuestro “Nuevo Adán”, el Señor Jesús, no abandonó a la Mujer en medio de sus trabajos y dolores de la vida; al contrario, la amó y se entregó por ella (María-Iglesia); la hizo santa e inmaculada desde su concepción, la preservó de toda mancha de pecado y la adornó de todas las virtudes necesarias para que pudiera realizar su cometido: ser la Madre del Redentor, la Madre de todos los vivientes en Cristo Jesús, cooperadora de la Reconciliación.
A los pies de la Cruz, el Árbol del pecado y de la muerte, estaba María, la Nueva Eva (Stabat Mater). Y colgado en dicho leño, la “Serpiente del desierto”, reconciliadora y restauradora, vencedora del mal y de la muerte: el Hijo del Padre, Nuestro Señor Jesucristo. Así le había dicho Jesús al desconfiado Nicodemo: «del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga la vida eterna» (Jn 3,14-15). El Nuevo Adán y la Nueva Eva íntimamente unidos; Dios y el hombre en santo e inmaculado consorcio de amor y libertad, para siempre.
Hijo, «ahí tienes a tu Madre» (Jn 19,27), le dijo Jesús al discípulo que Él amaba. El “Nuevo Adán” invita ahora a uno de sus hijos espirituales que acoja a la Madre en su casa, es decir, en su corazón, en su interioridad. Hablamos aquí del Misterio de la Iglesia, representada en el Gólgota en todos sus aspectos esenciales: Cristo, el Nuevo Adán, cual Cabeza nuestra; María, la Nueva Eva, la Mujer de las profecías, cual Madre nuestra en el orden de la gracia* ; Juan como hermano y representante nuestro, miembro del Cuerpo.
Aprendamos a ser como Juan y sigamos el ejemplo de María
Hoy, somos todos “Juan”, es decir, invitados por el Señor Jesús, el Hijo de Santa María, el fruto bendito de la Mujer, a acoger en la casa de nuestro corazón el don de la reconciliación, el don del perdón misericordioso de Dios. Al contemplar el misterio de la Cruz, el misterio de este “nuevo árbol” dónde estuvo colgada nuestra salvación, somos una vez más invitados por el Señor a interiorizar la lógica del Evangelio, la lógica de la Comunión Trinitaria: lógica de donación total, entrega, generosidad, disponibilidad sin límites; lógica apasionada, de un amor incondicional, justo, ordenado y misericordioso.
Es cierto, estar a los pies de la Cruz no es fácil. Nos da miedo el sufrir, el tener que padecer, el tener que morir. Duele mucho tener que renunciar a tantas cosas; tener que morir para vivir. Sin embargo, ahí, a los pies de la Cruz, Árbol del pecado pero transformado por el amor de Cristo en Árbol de Vida, no estamos más solos. Así como el Nuevo Adán no abandonó a la Nueva Eva, así también la Nueva Eva no nos abandona, no nos deja solos en el peligro. Vayamos dónde la Madre; vayamos dónde María, sin temor; ¡Ella es nuestra Madre! Miremos como Ella está pisando la cabeza de la Serpiente Antigua; como la tiene pues dominada, encorralada, encerrada. Miremos pues como la Madre, con su mano izquierda, nos invita a ir dónde ella, a cobijarnos bajo su manto protector, y a caminar con Ella hacia la pascua de la resurrección, hacia la pascua de la vida eterna.
Sí…, en su puro e inmaculado corazón hay también una espada; una espada del dolor (ver Lc 2,35). Dolor por la muerte de su Hijo Amado, el Señor Jesús; dolor por los pecados que cometimos y todavía cometemos con tanta impiedad y displicencia; dolor porque hay muchos hijos suyos que están perdidos y necesitan del anuncio de la salvación, del mensaje de la reconciliación. Sin embargo, dicho dolor, cuando es bien asumido, cuando aceptado con libertad y responsabilidad, con caridad, produce muchos frutos; ensancha el alma; alarga el corazón hacia la plena disponibilidad, hacia el servicio, hacia el horizonte de un amor sin límites, hacia una caridad ardorosa y luminosa como el fuego de Pentecostés (ver Hch 2,1-13).
Madre, ayúdanos a que permanezcamos hoy contigo a los pies de la Cruz; que no tengamos miedo de secundar a tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, en la hermosa tarea de dar la vida por nuestros hermanos, de anunciar el Evangelio de la Misericordia, de la Reconciliación. ¡Madre, aquí estamos!; hoy somos también hijos tuyos.
* Cf. Lumen gentium, 61.
Autor: Padre Felipe Duarte, SCV
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