Nuestra vida tiene ocasiones de alegría y tristeza, luz y sombra, sufrimiento y júbilo, desánimo y entusiasmo. Pero cuando las cosas van bien, y todo camino maravilloso, olvidamos que son dones y bendiciones que Dios nos concede, razón por la cual debemos agradecer muchísimo, y ser muy responsables para que ese gozo y felicidad que experimentamos no marchite.
Es como la rosa del Principito – obra de Saint – Exupery – que exigía ser regada y cuidada, protegida con una cúpula de cristal, contra las inclemencias del tiempo para no morir.
1. ¿Por qué permite Dios que suframos?
No siempre vivimos en alegría y júbilo. Más bien, son muchos los momentos que atravesamos valles oscuros, y pareciera que las tinieblas se adueñaran de nuestra vida, como esos «valles de lágrimas» que solemos rezar en la oración de «la Salve».
Son esos momentos en que nos sentimos perdidos y creemos que Dios nos abandonó. Lo cuestionamos, a veces incluso renegamos o llegamos al punto de alejarnos de Él. No obstante, Dios sigue con nosotros. Esos son los momentos en que más debemos buscarlo y confiar en Él. En vez de cuestionar y reclamar, deberíamos preguntarle ¿qué quieres de mí? Son ocasiones que Dios quiere que lo amemos más, y crezcamos en nuestra fe y esperanza.
El pasaje bíblico de la «vid y los sarmientos» (Juan 15, 1 – 8), nos enseña que el viñador – que es Dios Padre – limpia los sarmientos – nosotros – que seguimos unidos a la vid – Cristo. Ese limpiar significa que el Padre tiene que podarnos, cuidarnos para que crezcamos y lleguemos a la madurez, e incluso, podamos dar más frutos.
También en la oración del Padre Nuestro (Mateo 6, 9 – 13), cuando elevamos a Dios la súplica «no nos dejes caer en la tentación», nos referimos precisamente a esos momentos que son como pruebas que el Señor permite que vivamos, para educarnos y forjarnos, cuál oro en el crisol.
Además, todo lo que Dios permite es siempre para nuestro bien. Si lo permite, es porque Él sabe que lo necesitamos. La vida de Job, una persona justa que conocemos en el Antiguo Testamento, nos enseña que es imposible querer comprender todo lo que Dios tiene pensado en su plan de amor y felicidad para nuestra vida.
2. ¿Cómo sufrir y ser feliz?
Quiero compartirles una clave de oro, fruto de mi propia experiencia de vida y del testimonio que percibo en muchísimas personas. Ya sea en charlas que doy o hablando sobre el «Kerygma» de la Pasión, muerte y Resurrección de Cristo. Últimamente, conversando con personas que participan de talleres de ayuda para superar el duelo (te recomiendo la conferencia «El Duelo») que es ese dolor, fruto del fallecimiento de algún ser querido, e incluso personas que pasan por experiencias dolorosas, como son la separación o divorcio de la persona amada.
Descubrí que el amor es la fuerza más poderosa que existe, supera ampliamente nuestras experiencias de sufrimiento. Vivir y transmitir el amor es fomentar poco a poco una manera de vivir que trasciende nuestra condición de dolientes. Se trata de sentir el amor que recibimos de Dios y nuestros familiares o amigos más íntimos, así como compartir ese amor que llevamos en el corazón con las demás personas.
Es el camino para no quedarnos dando vueltas, encerrados en nosotros mismos, como «un perro que da vueltas queriendo morderse la cola». De a poquitos nos vamos hundiendo y perdemos el horizonte que estamos llamados a vivir, porque solamente tenemos presente el dolor.
3. ¿Cómo es posible que ese amor nos ayude a ser felices en medio del sufrimiento?
En primer lugar tenemos que aceptar la cruz, el sufrimiento. Aceptarlo y vivir cargando esa cruz que por supuesto nos duele y nos cuesta. Pero solamente cuando aceptamos que estamos afligidos y lloramos por nuestra condición, es que Dios puede entrar en nuestros corazones.
Pensemos por ejemplo en la tercera Bienaventuranza: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mateo 5, 3 – 12). El dolor es parte de la vida, nadie puede escapar a él.
No somos felices porque lloramos, sino porque el Señor puede consolarnos. Cuando realmente nos acercamos a Dios tristes y agobiados (Mateo 11, 28 – 30), experimentamos su mansedumbre y humildad de corazón. Un corazón misericordioso que conoce, mejor que nadie, nuestro dolor.
4. Compartir con los demás el amor
Como personas, estamos hechos por Dios para amar. El sentido de nuestra vida es, fundamentalmente, amar. Si no amamos, perdemos paulatinamente el propósito de nuestras vidas y por consiguiente las ganas de vivir. Nada nos apela, todo se ve gris y no queremos hacer nada. El amor es como un impulso, una fuerza que nos alienta y nos da las fuerzas para vivir. Además, el hecho de amar en sí mismo, ya es una experiencia que sana el dolor que llevamos en el corazón.
Fundamentalmente, amar a los demás es un camino que nos hace dejar de mirar nuestros problemas. Los ponemos en su debido lugar, y nos damos cuenta de que la vida es muchísimo más que la cruz que debemos cargar. Es más, en la medida que salimos al encuentro de los demás, percibimos que lo que nos va enseñando el viñador – Dios Padre – son dones y bendiciones para poder ayudar más y mejor a los demás.
Así que… ¡ánimo! No perdamos nunca la esperanza cuando estemos en valles oscuros, sumidos en el sufrimiento. El Señor nunca nos abandona, quiere que crezcamos y maduremos para ayudar a otras personas que también pasan por momentos de sufrimiento.
FUENTE: Catholic link